Cinco mil cinco


Por Cynthia

Construir una casa. Levantar cuatro paredes del suelo, de la nada. Colocar cada bloque, cada cabilla de acero y piedra, y un techo de tejas… mientras tanto. Todavía le falta mucho, me dice mi amigo –ya viejo amigo- Manuel. Quiero poner el baño donde está la cocina y la cocina donde está el baño, extender la sala al patio, y aquí, me dice señalando una pared vacía, voy a picar para hacer la meseta de un barcito, ve – muletilla pinareña- para tomar y hablar boberías. A esto le faltan por lo menos, cuando menos, un par de años.

No importa. Lo que importa es lo que está, lo que se construye. Un sitio para ti solo, unos cuantos metros cuadrados para recrearte en tu propio reguero y tus propias planificaciones domésticas. Llegar del Artemiseño y saber que lo te espera, en la número cinco mil cinco de la calle once, es todo tuyo.

En la casa donde nació tu padre –antes de madera, ahora de bloque y cemento- te pregunto si nacerán tus hijos y no puedes responderme. Estarás ahí un tiempo, no sabes cuánto, y te irás. Tu padre está claro Manuel. Me lo ha dicho mientras manejaba por la carretera que une Artemisa con la autopista. Que te irás. Y atrás quedará la casa que hoy construyes, porque así es la vida, y así son las cosas.

Efímero se dice de aquello que dura poco tiempo o es pasajero. No podría definirte, Manu, cuánto tiempo dura –o tarda- lo efímero. Pasajero, es lo que puedo: que pasa (tautología diría la profe de Ética). Pero cuando uno se acaba de graduar, y tiene un trabajo, y empieza a construirse una casa, parece que ya todo, o casi todo, es para siempre.

Vas mirando, por ahora, al Mariel, el puerto del Mariel, seguro necesitarán algún periodista allá, algún comunicador, algo, alguien. Y me queda cerca. Ocho kilómetros (mal) recuerdo que me dijiste. El Mariel tiene perspectivas, pero resulta que la vida tiene más. Y tú no sabes qué será o qué pasará, y estás muy consciente de eso.

Pero igual sigues cargando gravilla, sudando duro la casa que nunca te pesará. Y me alegro tanto por ti. Porque de todos los del grupo fuiste el único que renunció a las “bondades” de La Habana y regresó a lo suyo, a trabajar, gozar, comer… hasta un día. Mientras tanto, tus padres siguen ayudándote para poner la cocina donde está el baño. Y al revés.

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