Mi Macondo

Mi nombre es el de Alejandro. Y, como buen obsesivo, soy un tipo que a cada paso aprende cosas nuevas. Muchos años después, frente a la misma mesa en la que aprendí a escribir, recordé aquellas húmedas mañanas, aquellas tardes remotas de domingo en que solo se escuchaba el sinsonte, o algún pitirre, y sobretodo aquel mes de mayo en que mi padre me regaló Crimen y castigo. Desde entonces mi mundo se ha transformado muchísimo. Mi corazón ha trabajado bajo efecto de muchos hechizos. Mi mente, un poco más depresiva, aunque positiva. 

Muchos años después, frente a aquella mesa inmensa de cristal vi salir el sol tras la boscosa montaña. Se asomaba por el borde imperfecto de las palmas que más alto ondean en la sierra. Allí, donde crecí, el sol brilla con más intensidad, porque mi Macondo está encima de una loma, más cerca del astro. 

Las Terrazas es un pueblo de casas incrustadas a la montaña. De día todo es verde, y quisiera que nunca dejara de ser. De noche, cuando hay luna, todo es gris, y cuando el cielo está despejado se admiran el orden de todas las constelaciones. La media luna parece una barca que flota sobre el oscuro lago San Juan, como si transportara a los orishas de la parte baja del afluente y los llevara río arriba, changó los escolta saltando de palma en palma, y se siente su fría presencia que a todos les hace sacudirse. No hay habitante de mi pueblo que no experimentara la presencia de los santos alguna vez, así sea acompañándolo en su andar nocturno, o escuchando sus tambores antes de la medianoche. También adornan el paisaje las matas de mango, las flores de los jardines, las blancas nubes, el arcoíris después de cada llovizna (-“la hija del diablo se está casando”, dijeran los viejos), los roquedales, las hierbas, los arroyos, los pinos, ...