Objeto de culto

Por: Manuel Alejandro Hernández Barrios

La lectura es de por sí, un ejercicio egoísta. Mi lectura se propaga por todo el espacio que ocupa mi presencia y se adueña del tiempo que corre. Una gran pérdida de tiempo es esta, una lectura sobre lecturas. Uno cuando lee no debe obedecer a estímulos externos, debe dejarse llevar por su intuición, debe obedecerse a sí mismo, y cuando pase el tiempo encontrarse consigo mismo leyendo, leyéndose. Si, uno también se deja llevar por las recomendaciones. Pero cuando te vuelves experto lector, analizas con mucha cautela esas reflexiones ajenas. Uno desea descubrir. Aquel que no descubre es porque desea haber leído. Y la lectura es como buscar un tesoro pirata en el mapa que marca la cruz: ves la cruz, pero necesitas llegar a ella para encontrar el tesoro, para poseer la riqueza que es la sabiduría. Aquel que recomienda un libro y te adelanta las tramas y cita frases que no has leído, te arrebata de las manos el mapa, recorta la cruz y te la entrega como una manualidad. Aquel que alaba un libro desconocido tortura y disfruta de ver el sufrimiento ajeno ante sus ojos. Merecen la privación de libertad esos verdugos. Confío en aquellos que te dejan el libro sobre la mesa y hacen como que se les olvida y lo dejan al descuido; esos son ángeles. Existen otros espíritus dignos de veneración: los que recomiendan, los que regalan, los que comparten o prestan. Ellos pueden despertar la curiosidad ajena precisamente por esa aurea misteriosa que crean alrededor de un montón de hojas. ¿Prosa, poesía, cursiva, diálogos, definiciones? ¿qué tiene el próximo libro? ¿Cómo será? ¿cuándo terminaré este? Y el peor momento es cuando lo citan. Es como soñar despierto. Una pizca de hermetismo. Cual conocimiento prohibido se nos manifiesta como a un alquimista el secreto de la piedra filosofal. Sobre la cita ajena pesa una especie de maldición eficaz, placentera. Uno desea haber leído. Uno quiere haber conocido ese fragmento de perfección. Por orgullo, ese desconocimiento nos dificulta dar con los mejores libros. Desechamos la propuesta del otro en la creencia de que los nuestros son suficientes. Hay que eliminar también esa autosuficiencia. Ante las bibliotecas ajenas hay que ser humilde. Uno debería ir por ahí proclamando las lecturas que lleva en el bolso, en la mochila, en la mano; verdaderos héroes de nuestra individualidad. Lo que realmente importa es la grandeza del objeto de culto en cuestión: el libro.  





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