El laboratorio

 Durante el amanecer la escalera se llena de siluetas. En el cielo asoma el anaranjado por el Este, pero en el suelo todavía está oscuro y frío y húmedo. Las luces de la sala de espera del laboratorio nos atraen, como a moscas. Pegados a aquellos escalones nos aferramos al desorden que impone encontrar un pedacito para reposar la espera. Nos encandila la luz que atraviera la cristalería que es todo el frente del edificio cuadrado de una sola planta. Detrás  de esa cortina transparente aparece primero el administrador, después María Elena. Se saludan con un beso demasiado cariñoso para no haber dormido juntos. Las siluetas que somos empiezan a hablar entre ellas, se prestan una fosforera, se alumbran el rostro con los celulares. Avanza el astro y comienza a definirse quiénes somos, cómo nos vestimos, qué colores llevamos puestos. Ya no se ve la colilla encendida o el rostro iluminado. Se comienza a ver el humo y el desespero en los pies que zapatean el cemento.  

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En la escalera no conversé con nadie. Como usualmente, me aparté a observar. Y ahí estábamos todos, con las venas bombeando sangre. Vivos. 


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